Todo poeta necesita limpiar años de tristeza en algún que otro verso. No piensan en sus palabras, ni las medita detenidamente antes de embadurnarlas con sus propias manos, si no que, de repente hallados entre montones de papeles rajados o estropeados, los cuales forman parte de un mismo significado, vuelan hacia un lugar llamado sentimiento. Una zona de contínuos torbellinos, arrasan con todo a su alrededor sin necesidad de mirar. Tal sentimiento carece de vista, y le sobran delirios, dicen las malas lenguas que incluso ha llegado a envenenar las entrañas de un pobre hombre.
En un atardecer cualquiera, sobre las siete de una tarde fría que helaba la piel de los severos andantes, aquél pobre hombre, sentado a la espera de su bella dama, sostenía entre sus manos uno de esos papeles embadurnados de versos. La bella dama se demoraba, eran más de las ocho. Enervado y aturdido por la agotadora espera, comenzaba a entender que no hacía falta esperar por más tiempo, su enamorada no llegaría, ni su olor estremecedor lo arrojaría hacia sus brazos. De pronto sintió un dolor desgarrador entre su pecho, ¡porqué hoy! se repetía entre suspiros desoladores. ¿Por qué precisamente hoy me envenenarían el alma? ¿Por qué no mañana? ¿Por qué ami?. Y de pronto ya nada existía, ni él mismo creía en su existencia. Lo amarró la sensación del vacío, pero no entendía porque todavía sentía una pizca de tristeza, los muertos no sienten, solo mueren..